¿ARABIA “Felix”?

MAZHAR AL SHEREIDAH

Arabia Saudita es sin duda alguna el fenómeno petrolero más importante al menos durante el último medio siglo. En la actualidad sus reservas probadas representan el 25,2% del total mundial con 261,5 millardos de barriles. Según el Departamento de Energía de los EE.UU., su producción en abril de 1997 alcanzó 8.568 mil b/d, siendo su capacidad de producción alrededor de los diez millones b/d de acuerdo con las estimaciones mejor informadas.

Esa monarquía árabe que debe su nombre oficial a la dinastía de los Saúd, cuenta con reservas suficientes para más de 83 años al ritmo actual de producción. Su consumo interno de productos refinados está en el orden de 1,2 millón b/d con un ritmo de crecimiento cercano al 4% anualmente. Es importante al respecto recordar que ese país depende totalmente en su consumo energético del petróleo y del gas, que en su mayoría es gas asociado, cuya disponibilidad sólo es posible mediante la explotación petrolera. De modo que, entre otros, la generación eléctrica y la desalinización del agua dependen casi totalmente de la producción petrolera.

Puede decirse entonces que Arabia Saudita ocupa el primer lugar en reservas, producción y exportaciones ya que éstas últimas rondan los siete millones de b/d.

Habiendo comenzado la producción en 1938, no es sino en 1955 cuando el promedio diario de producción se acerca al millón de barriles; diez años después se coloca en 2,2 millones b/d; en 1968 se sitúa en tres millones b/d; en 1979 produce más de 9,5 millones b/d. En ese año, la producción provino de 725 pozos, todos de flujo natural. Hasta que la ARAMCO pasó a manos del Estado saudí a finales de los setenta, los accionistas de la misma eran la Exxon, Texaco y Stancal con el 30% cada una, y la Mobil con el restante 10%.

Fue un éxito sin precedentes para EE.UU. apoderarse por completo de la única concesión en el joven reino árabe en los años treinta en un área en la cual el dominio inglés era absoluto. Ese nexo petrolero-económico fue sellado por una alianza militar entre el Presidente Roosevelt y el Rey Abdul Aziz hacia finales de la Segunda Guerra Mundial.

Desde entonces, todas las Administraciones estadounidenses han subrayado que la seguridad y defensa de ese vasto país, cuyas costas orientales y occidentales son ribereñas de las aguas del Golfo y del Mar Rojo, respectivamente, están entre la prioridades estratégicas de Washington.

Como se sabe, Jerusalén fue en los inicios del Islam la “Quibla” de su creyentes; luego fue sustituida por La Meca. Para el Islam, los lugares más sagrados son La Meca, Medina (ambas en territorio saudí) y Jerusalén. El título oficial del monarca saudí es “el guardián de los dos lugares santos”, pero implícitamente, como centro espiritual del mundo árabe-islámico, el reino saudita carga una buena porción de la responsabilidad por Jerusalén y la cuestión palestina.

Esta condición ha caracterizado y signado las relaciones con EE.UU. en cuanto a mentor y guardián de Israel que desde 1948 ocupó a Palestina y desplazó a sus habitantes árabes. El dilema para el Gobierno saudí es tanto con su propia población como con la comunidad árabe-islámica, que demanda explicaciones para tan estrechos vínculos con EE.UU., cuya posición oficial, tanto presidencial como del Congreso, carece de equidad en el conflicto árabe-israelí. Para un gobierno como el saudita, con políticas, legislación, normas y regulaciones que equivalen a un “Estado ortodoxo religioso”, esos reclamos son embarazosos y la explicación o justificación de la continuación de la alianza con EE.UU. es excesivamente difícil.

Cuando la Conferencia de Madrid, en 1991, por la paz en el Medio Oriente, el entusiasmo saudita no podía ocultarse en el optimismo del Príncipe Bandar Bin Sultán, hijo del Ministro de Defensa, Príncipe Sultán, que es hermano completo del Rey Fahd (y aspirante a Rey) y Embajador de su país en Washington.

Quizás la presencia de Natanyahu al frente del Gobierno israelí y su política intransigente hacia los palestinos que ha resultado en un estancamiento y paralización del Proceso de Paz, es el mayor desafío que confronta la Dinastía Saúd en la actualidad. El Ministro de Relaciones Exteriores, Príncipe Saúd Al-Faisal, hijo del finado Rey Faisal y medio hermano del actual Rey Fahd, atendió la Cumbre Antiterrorismo con Egipto, Israel y EE.UU. Algunos interpretaron su presencia como para ganarse la simpatía de los últimos dos países. Esto fue el año pasado. Ahora el mismo Saúd Al-Faisal preside la reunión de la Liga de Estados Arabes y declara la inutilidad de asistir a la Cumbre Económica del Medio Oriente, que incluye a Israel, prevista para noviembre en Qatar. Esto no pudo haber agradado a Madelaine Albright que acaba de visitar la región.

Por otra parte, Arabia Saudita mantiene la fase de exploración y producción petrolera cerrada para las compañías extranjeras. Venezuela ya desplazó el reino saudí de su primer lugar como proveedor petrolero para EE.UU. ¿Cuán felices son los días que esperan a esta parte de una “Arabia” cuyo adjetivo era “Felix”?

Sólo los inventores del “Nuevo Orden Mundial” tienen la respuesta.

This entry was posted on 15 de enero de 2010. You can follow any responses to this entry through the RSS 2.0. You can leave a response.

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